giovedì 17 marzo 2011

El espíritu y la carne.

Un joven que se bañaba en una playa de la India, se distrajo con las mariposas que volaban cerca de sus sandalias. Eran mariposas escarlatas, con puntos amarillos como lunas extraviadas en un cielo de sangre.

Los ojos del muchacho eran negros como la muerte, y en ellos la inteligencia ardía; sus manos tomaron una piedra y la lanzaron a los papagayos vivos que revoloteaban encima de su calzado.

Una de las mariposas cayó muerta, y la piedra repiqueteó sobre las rocas y cayó en el agua.

Sorprendido, el jovenzuelo se levantó y fue en pos de su maravillosa presa. La cogió del suelo, mientras asombrado detallaba sus magníficos colores. Entonces recordó Egipto, y las caras marchitas de los árabes que van a vender sus baratijas al pie de las pirámides, y los negros esclavos que caminan encadenados en las rutas comerciales.

No pudo evitar recordar estas cosas, así que soltó la mariposa y salió corriendo.

Corrió por toda la playa y se embarcó para cruzar hasta el otro lado, donde la colina accidentada se bañaba en el líquido cristalino.

Cuando su abuelo lo alcanzó con la vista, unos ojos cansados y rajados que destellaban como crisoles en la apergaminada piel morena, supo exactamente lo que le ocurría. Lo supo porque todos los jóvenes de Calcuta matan su primera mariposa a los trece años. Es un azar del cual ninguno puede escapar, así que llegan a olvidarlo y lo recuerdan sólo después del pequeño asesinato.

Cuando él mató su primera mariposa, tuvo sed toda la tarde y ni el agua, ni el licor de mango ni la sangre de las granadas le quitaba esa sed. Porque es la primera sed que se experimenta cuando uno crece y se vuelve adulto.

Antes era un niño, ahora es un asesino: el asesinato es el primer paso para que un joven en Calcuta sea por fin un hombre.

Los rojos puntos de las alas de las mariposas eran bellos, y el pequeño no pudo dejar de pensar en ellos al anochecer. Ni aun el sueño hizo olvidar aquellas alas suaves, aquellas líneas curvas de la piel de la mariposa. Porque el deseo por ellas nunca termina, una vez se le ha dado muerte a la primera.

La mañana siguiente, después de haber recogido las redes en apretadas bolas que embarcó en los bajeles de su padre, a media madrugada, fue a bañarse de nuevo en aquel trecho de la playa que se interna por debajo de los árboles de coco hasta hacerse uno con la selva.

Esperó otra vez la visita de las mariposas, y las amó una vez ellas fueron a volar por encima de sus sandalias. Y esta vez lanzó muchas piedras, y mató a dos. Porque estaba necesitado.

Las mariposas incluso entienden estas necesidades, y siguen visitando a los jóvenes porque ellos tienen que ser hombres algún día.

Muchos griegos piensan que esta manera de la India para alcanzar la madurez, es una contrariedad. Porque la filosofía hace vivos a los hombres; pero la sabiduría de ellos tampoco es tan vieja como la de Calcuta, a pesar de poseer un Sócrates y un Platón, o un Homero ciego y cantante.

La India tiene sus propios colores, que reverdecen en los mismas frentes humanas; golondrina de la vida en las mentes de todos los niños que visitan en sueños las playas regadas de negritos, de leones, de jirafas, de elefantes con dientes de marfil perla y mantos tejidos con rubíes parecidos a uvas pasas.

"Los griegos están equivocados", piensan todos en Calcuta.

Ellos mismos tienen a sus Afroditas, y han deseado las ninfas locas que corren al pie de las montañas. Y las han cazado desnudas para aprovecharse de las vírgenes que ya no son, y beber la sangre de sus cuellos.

En la India todos piensan de ese modo, y nadie va a sacarlos de ello. Las manos arrugadas escudriñan en Brahma lo que aquellos ven en Zeus; sólo que éste no tiene un huevo por madre.

Los caminos estrechos de las calles se transitan a pie mientras hay sol, porque de noche salen los tigres y los genios en busca de los que han bebido la sangre de las mariposas. Son los padres de todas las flores del viento, que aletean en forma de silueta femenina.

Son ellos los padres celosos.

La otra tarde, yo mismo, mientras cruzaba en los templos de Siva al otro lado de la montaña, descubrí en pedazos a un niñito que intentó pescar una dulce mariposa en las horas de la tarde, cuando el ardiente círculo ya se había hundido en los palacios del oeste.

Mirando aquello, meneé la cabeza en una negativa lástima religiosa. Y me devolví por el camino que había transitado en los penosos días de mi vida, donde los colores de muchas alas parpadeantes se pegaron sobre mi piel de cobre.


Entonces me dije:

"Seré célibe desde ahora".

Los pastizales de Salehm

Una viuda que vivía en la ciudad de Salehm, ciudad que recibió su nombre de aquella terrible condesa de la cual se ha contado de forma extensa en otra parte, se encontraba ya cansada de su vida de monotonía.

Un día se dijo:

Estudiaré filosofía.

La causa era buena, aunque en aquella época pocas mujeres estudiaban tal ciencia, y ninguna había sido reconocida como filósofa. Muchos le preguntaban por qué no estudiaba mejor con los poetas, pero ella se negó; y así pues entró en las filas de los seguidores de Platón y Aristóteles, y adversó especialmente a los platónicos una vez que conoció el pensamiento materialista.

Lo malo de la filosofía es que hace a los orgullosos poseedores de una defensa. Pocos inteligentes dicen cosas que hayan pensado por sí mismos, y muchos hablan de lo que han referido las grandes mentes y se apropian de sus teorías convirtiéndose así en grandes especuladores.

Esta viuda amó enseguida el cinismo de Diógenes, y lo puso en práctica contagiando a todos los que a su alrededor estaban.

Por otro lado, su difunto era un gran coleccionista de trofeos. Un hombre de deportes, burgués como todos los franceces de aquella región. Pero no poseedor de ambiciones más allá de aquéllo.

En su correspondencias finales acusaba a su esposa de falsa, de mujer infiel. Mujer capaz de entrar y salir con quien quisiera; para los "divertidos" un ente de interés. Para la sociedad trascendente: una poca cosa.

Su mujer era buena con las palabras entonces, y lograba salirse con la suya sin quitarle el mal pensamiento a su marido, que había acertado con una limpia estocada. ¿Y qué cosa ganaba con toda su apología aquella mujer? Sentirse inocente a sus propios ojos.

Cuando la viuda consiguió su título de Licenciada en Filosofía, notó que el director de la escuela tenía bonitos bigotes.

Para los hombres que conocemos la galantería, sabemos que una mujer prácticamente exhala su perfume de nardo alertando al hombre de que debe perseguirla. Y ella vació la botella.

Este director era casado, como ella estuvo una vez, y tenía cinco hijos de hermosos ojos verdes. Su esposa era mujer trabajadora: hacía las camas, cocinaba, mantenía todo de punta en blanco, sabía mantener una conversación interesante, y, sin tener una licencia, podía poner de patitas en la calle a la viuda que ya había puesto los ojos en el padre de sus hijos.

Una disputa de esgrima entre ambas, habría sido motivo de chismes durante cincuenta años. Porque quien más conoce no tenía licencia, sino una gran experiencia de la vida. Las horas le habían instruído. Sin embargo, no sospechaba nada.

La viudita no se conformó con los prontos besos que consiguió con el director de aquella facultad, sino que fue con él a conocer sus dominios en el enorme edificio que componía salones y despachos.

Analicemos otra cosa:

Quien no teme, no tiene por qué esconder ni preguntar. Al hacerlo, se pone en evidencia. He allí donde falla la mente de los que traicionan, demostrando las naturalezas que les acompañan.

Una tarde, aunque pudo haber sido mañana o noche, uno de los instructores que laboraba en el mismo sitio, ofreciendo la cátedra de Intuición (que aunque está un poco olvidada sigue siendo tenida en mucho por artistas específicamente), fue a hacer su ronda acostumbrada por los pasillos.

Quien vive mucho tiempo en un lugar, llega a conocer aún hasta los ruídos de los pasos de todos, y las respiraciones de tensiones diferentes que son proyectadas por las personas que pasean por allí. Este profesor de Intuición prácticamente vivía en la facultad, pasando más tiempo en ella que en todas partes.

Uno de los bedeles que se ocupaban de limpiar la entrada, se acercó a él con un aire de sorpresa diciendo:

-Señor, el director estuvo por aquí preguntando por usted.

-¿Sí? -Inquirió nuestro profesor de Intuición-. ¿Y como para qué, sabe usted?

-No, señor mío. Jamás haría tales preguntas al director.

El ejecutante es mejor que el profesor, aunque el profesor quizás sepa decir mejor las cosas. Pero cuando existe una mezcla entre ejecutante y profesor, las cosas peligran para quien no quiere que algo llegue a conocimiento.

Y como anteriormente se ha dicho, este hombre conocía hasta las vibraciones del oxígeno en aquel edificio, y notó sospechosamente el perfume femenino que había transcurrido por ese preciso lugar, minutos antes.

El instructor fue en busca del director, pero la puerta de su despacho estaba cerrada. En cambio, la trasera del edificio siempre estaba abierta. Los cristales no permitieron ver a nuestro perspicaz cuando observó la escena de despedida de la viuda y el director, minutos después.

El sábado próximo halló a la viuda, que todavía tenía el cabello tan negro como los azabaches recién cortados, y se sentó con ella a indagar el resto del asunto.

Porque aquel profesor de Intuición conocía a la familia del director, y también hallaba la deshonra de aquella viuda loca, de su cinismo, y su gran falsedad. Le parecía toda la situación una traición digna de una novela.

Digamos que de aquella conversación entre instructor y ex alumna, duró más o menos tres horas (contando las pausas ocasionadas por las comidas, y algunos descansos ocasionados a propósito para no detener el interrogatorio).

Así descrubrió el triste fin de la viuda en su romance:

La manera en cómo sería enamorada, las formas de la pasión a la cual sería sometida para ser dejada luego por la preferencia natural del adúltero por su esposa e hijos, y una variedad de asuntos pequeños de diversión para un cínico. Entonces vemos que el cínico cae en su cinismo, ageno al conocimiento de su estupidez.

No sabría decir hasta dónde llegó el profesor de Intuición en sus indagaciones, ni todo lo que le dijo el beneficio de la ejecución de su cátedra.

Lo que sí podría decirles es que las flores forran los jardines que se extienden al frente de la plaza que lleva el nombre de su ciudad.