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ás o menos entre las tres y las cuatro de la tarde, en la calle que separa
el Hospital de los Locos y el jardín de infancia Madre Soledad de Asturias,
Josefa de Luz Caballos se encontró con su amante francés.
Estaban cansados de esconderse.
Cansados, como se cansa la olla cuyo líquido
rítimicamente ebulle demasiado tiempo sobre la ornilla. Luminoso se presentó a
mi vista tan frondoso encuentro, también apresurado; apenas se intercambiaron
un beso en la mejillas, sin siquiera golpearse con las miradas de un próximo y
cómplice contacto. Y ni media palabra voló cuando se rozaron el uno al otro,
pues ya por medio de las más originales cartas todo había sido acordado.
Cartas que ellos ni siquiera habían escrito.
Sus abrigos color aceituna toscana pasaron
proyectando negras sombras veloces mientras se escabullían de los ojos
incautos, entre las calles y callejones, a paso de rueca voladora que teje
demasiado rápido. Era aquel un barrio obrero que tenía el encanto de una casa
pequeña en el centro de Madrid. Me refiero a esa característica visible y
habitual de los cuchitriles que alquilan los estudiantes, donde por poco la
cocina y la sala vienen a ser la misma cosa, la ventana del recibo mira hacia
la alcoba principal, y desde el tragaluz de la pared, si uno salta no demasiado
fuerte como para dar una cabezazo contra el techo, puede ver las ventanas del
edificio de al lado.
He dicho ya que frente al Hospital de
los Locos, hay un jardín de niños, y justo detrás se doran muebles y
antiguedades, y, a cien metros, el suburbio ostenta su mejor barbería.
Desde la ventana donde envían a los internados
deshauciados, como yo, reconocí aquella cabellera espesa de Josefa, pero fue su
paso esbelto y musical quienes me confirmaron dicho alegato.
¡Cómo olvidarla!
Era toda fresas en la cama; pasionalmente sucia,
como aquello que sucede en un vaso mediano de leche donde se revuelve un puñado
de ciruelas pasas, cuyo dulzor exhala un ligerísimo tinte sepia y la inmaculada
y láctea blancura que las contiene deja de ser para siempre blanca.
Pintaba, sí, copiaba a Lempicka, y, como ella, su
amor lésbico practicaba con frenesí salvaje. Su esposo, un tal sevillano poco
discreto, de olor a jengibre y bigote daliniano, sabía; él sabía que Josefa se
revolcaba con la señora de al lado. La muchacha del apartamento de enfrente, no
por casualidad y poco más seguido que “de vez en cuándo”, le pedía concejos
estéticos para la casa de su madre.
-¿Pero cuándo coño terminarán esa maldita casa, mujer?
Deberías ir tú misma y cambiarles las cortinas o lo que sea...
-No te preocupes, que creo que hoy terminamos con
la salita de estar y era lo único que faltaba.
Después de la tormenta de “concejos”, subía las
escaleras, abría la puerta de madera y corcho sin decir esta boca es mía. Tenía
la costumbre de retrasar la ducha hasta entrada la noche, y los perfumes del
amor de las ninfas, esos grasos líquidos ya secos que por accidente o no, la
habían chisporroteado, volaban desde el sofá hasta la silla de madera donde su
marido se divertía los martes a las ocho escuchando en la radio su programa de
concursos.
Cuando tal aroma llegaba a su nariz, Marco se
afilaba el bigote y subía el volúmen.
Con todo, le había prohibido tajantemente ver a
cualquier otro hombre. Ella, en cambio, prometiendo terribles venganzas,
escupiendo palabrotas y amenazas, juraba que si él se acostaba con otra, nunca
más volvería a verla. Esto es lo que ella decía, pero de la boca para afuera, y
él no lo ignoraba. El jueguito de “yo sé que tú sabes, que yo sé”, lo
practicaba con los ojos contradiciéndose con los labios.
Marco, no era una pobre víctima. Aquí ninguno es
víctima del otro; él también tenía tantas amantes como pecas en la espalda,
pero esto a nosotros no nos importa.
Josefa, pues, se encontró con su amante con la
misma fuerza y placer que gusta la bala cuando descubre la tierna carne de un
pecho abierto.
De la mano, y luego de juguetear y toquetearse
bajo el imperio de eso que llaman “beso francés”, propinado por un personaje
del mismo gentilicio, al ingreso del viejo palacio y sin que nadie los viera,
pulsaron el botón del ascensor.
Era la hora exacta, el cielo otoñal de un gris
perlado se arremolineaba en despeinados jirones. Josefa lo llevó al quinto piso
del apartamento que hace ángulo con la avenida llamada Borrosa, entre la 15 y
la 16. Porque allí vivía nada más y nada menos que Pedro Augusto Casas, el
pintor. No es por chismear, pero de esa historiela entre ambos se habló durante
no poco tiempo en la Academia de Bellas Artes.
No, le pidió también matrimonio.
No, eso fue antes de cometer ese disparate que fue
su boda.
Pedro Augusto Casas, como estaba enamorado de
ella, le había dado la llave del piso a todo riesgo. “Pues si un día escapas de
ese sevillano de mierda, bajo mi techo encuentres reposo”, repetía cada vez que
la veía, como un vendedor de cigarros que ofrece su mercancía durante la pausa
del almuerzo de una fábrica mixta, donde se elaboran manecillas para puertas de
baño.
El olor de los colores abiertos, los pomos, las
espátulas que poco antes habían acuchillado una tela borrascosa y esbelta en un
caballete de cedro, los aceites amarillos, las lacas, las botellas de
grasientos óleos y barnices, le hacían encontrar ese no sé qué necesario para
cometer sus anhelados adulterios.
El francés, amigo además de un pintor napolitano
de apellido Mancini, o Mancino, o Mencillo, algo así, la había embaucado en una
serie de cuentos maravillosos sobre glorias de pintores y vanguardias, novelas
orales de esas que se usan para encantar y aplacar un público de choferes mal
pagados. No lo habría hecho mejor un juglar árabe, con todo y su turbante de
seda.
No me están simpáticos estos artistas de ciudad.
Creo que Josefa, entre los quince y veintitrés años, pensaba
exactamente igual que yo. Su madre no la quiso dejar estudiar leyes, aunque no
sé si hubiese podido de todos modos enrolarse en la facultad de derecho.
Gracias a la mala fortuna, que a nadie deja sin morder, el azar hizo su jugada
también en este caso, tirándole desnuda en ese jardín de amargas flores que es
el arte.
Y el destino sacó la carta donde decía que ella
funcionaba mejor como pintora.
Se dio cuenta que le gustaban las mujeres a eso de
los veinticinco, y ya desde los venticuatro curioseaba desde la ventana,
negándose a sí misma, a la vecina del tercer piso.
La puerta se cerró detrás de ellos, y
luego de asegurarse que no había nadie, Josefa y su amante francés se
abandonaron al más escandaloso hedonismo, justo cuando un trueno marcó el
inició del húmedo y sonoro llanto de las nubes.
Los ojos de Josefa miraban en
doloroso éxtasis perdidos puntos fijos; sus ojos negros como carbones apagados
registraban el vaivén de las cosas porque como el vaivén del mar que se
estrella contra los acantilados de la costa, su cuerpo danzaba y lo hacían
danzar. El francés se lo tomó con filosofía. El espejo frente a ellos, el mismo
espejo que Pedro Augusto Casas usaba para juzgar sus cuadros más grandes,
sirvió la reflexión de sus espasmos, de los empujones de martillos hidráulicos
que le recordaban la veracidad de la máxima teológica del tercer cielo; el
cuadrado y rebruñido espejo lleno de crostas de color les ofreció en bandeja de
plata dos figuras humanas descompuestas en formas y movimientos anormales, incluso
para ellos mismos, protagonistas.
Es ésta una actividad tan antigua
como las pirámides de Egipto, y fue así, de la misma manera, que Peleo y Tetis
fabricaron al asesino del priamida Héctor.
Dejemos a estos amantes jugar al
póker, y veamos un poco cómo es que llegaron a conocerse.
3 de junio, bar de la Rocola
Borracha.
Aunque Marco no lo sabía, Josefa de
Luz Caballos iba a beber regaliz todos los jueves desde las dos hasta las seis
y cuarenta y cinco de la tarde, en un hueco que está al final de la avenida
Roberto Marabares. Por allí, en alguna parte, Saint-Exupéry venía diciendo, a
través de uno de sus famosos personajes, que para domesticar a alguien es
necesario recurrir a los rituales y ser puntual en las horas provocando que el
corazón se vista y bla, bla, bla. Casualmente, y para que el voyeur que lee
esta apresurada historia sienta un cosquilleo de risa, o de vértigo, el francés
que está fornicando con la esposa de Marco en el párrafo más espeso que se
encuentra antes de éste, el mismo que posó varias veces para Sargent y para
Mancini, o Mancillo, o como sea, leía ese jueves 3 de junio, a las cinco y
quince, con la piernas cruzadas, un ejemplar de bolsillo de Le Petit Prince.
Poseeía dos enormes ojos verdes,
engarzados en la piel quemada de un arquitecto que ejerce su carrera. Cabello
negro azabache. No tan alto, pero ni tan bajo. Vestía una franela a rayas
negras como las que usa Picasso en las estampas, porque hacía calor gracias a
esas tormentas o aires, o lo que sea que viene de África, que provoca en verano
días vaporosos y trae oleadas de zancudos a fastidiar sobre todo en las noches.
Malditos zancudos.
Bien, ahora que lo pienso, no sé
quién domesticó a quién; y si me lo hubiesen dicho, no lo habría creído. Pues
Josefa coqueteaba casi siempre con el barista, y con un mozo una vez, con otro
la próxima, y así sucesivamente. Desde mi taburete, habría jurado que ella era
una de esas ninfómanas que se
beben la sangre de los hombres en copas de tallo largo.
Aunque Josefa no era una mujer que se
hacía faltar las experiencias, esta
vez su objetivo era otro, pues al final de la pequeña y atropellada
avenida por donde los mesoneros llevaban sus bebidas al ejército de abogados,
limpiabotas, dramaturgos, fiscales, contrabandistas, policías y ladrones, que
todos y pacíficamente iban a sentarse en esas mesitas redondas, mal cortadas y
bambaleantes, se ubicaba puntualmente nuestro francés lector, que, erró, a
diferencia de Guillermo Tell, la manzana que ella, curiosa, sostenía en la
mollera; clavando la dorada flecha mucho más abajo de su ombligo, blanco donde,
en cambio, acostumbra acertar Eros y Vénere.
Démosle un nombre.
Démosle un nombre a este francés,
porque cuando iniciamos a referirnos a Saint-Exupéry, me sentí en el deber de
garabatear algo que identifique al maldito. Yo no supe cómo se llamaba, pues nunca me estuvo simpático,
por lo cual, jamás nos presentamos y nadie se atriuyó tal libertad. Él se hacía
llamar señor, porque no lo era. Se comportaba como burgués, precísamente porque
no lo era. El único accesorio evidente que no pretendía desmentirlo y acusarlo
de falso, era aquel que representaba ese bendito e irrefrenable librito azul.
Josefa, en cambio, tenía esas manos
rosadas de tejedora, esa sonrisa de catadora de fresas que atraía a todos;
también creo que fue “Pier” -he dicho que deberíamos darle un nombre, y desgraciadamente no se me
ocurrió alguno menos francés- quien dio el primer paso en la fácil tarea de reducir las distancias entre
ambos. No creo que yo, si hubiese estado presente, habría podido soportar que
el susodicho la tocase, como la tocó, seduciente, carnal y vulgarmente.
Josefa, con su boca de rosa y su
cabello espeso, le siguió el juego. Y el jueves siguiente, y el siguiente.
Quizás Marco se dio cuenta, o se hizo
venir los nervios de traidor celoso, porque un día apareció en el bar un hombre
vistiendo un gabán de esos caros, de tela buena, y bajo la negrura de un
sombrerito muy ridículo, me parece haber visto el bigote de media luna del
sevillano como dos garfios de acero. No estoy exagerando, no. Preguntó y todo
al barista si la había visto (seguro alguien le sopló las actividades de su
mujer, pero no coincidió al decirle el día correcto en que ella salía de
parranda). Beh, no creo que el barista fuese un hombre tan imbécil como para
delatar sus coqueteos con la Josefa, auto-prohibiéndose un amplexo futuro.
Recordemos que el concepto coqueteo es una promesa
de coito.
Me parece haber leído en alguna
parte, creo que en Dumas, eso de que llamar a la muerte a puñaladas es algo
típicamente español. Y aunque dudo que el barista, que era un bonachón, haya
leído a Dumas, pienso que la vida sí habrá escudriñado, y, el puñal del esposo
de Josefa, refulgente en su mano cerrada, también.
Un jueves, Pier le mandó con él un
libro. Dentro, una frase repasada con un creyón de cera roja se hizo notar a
gritos. Josefa tuvo que leer todo el libro para encontrarle sentido. Ella, dos
semanas después, le mandó nada más y nada menos que Madame Bovary, donde
subrayó otra frase. Pier conocía el libro, así que no tuvo que leerlo
todo.
Así, a través de aquella avenida
donde los mesoneros, como caballos, corrían con las bandejas llenas de jarras
de cervezas, donde se armaban las canciones, donde los distintos alcoholes tallaban
la historia de esos personajes heterogéneos del mundo español de primera mitad
del 900; allí, donde iban a relajarse en medio de una cortina de humo de
cigarrillos, y donde las artes y las ciencias produjeron sus mejores hombres:
un bar sucio y maloliente, de piso de tablas podridas en la superficie,
ventanas de cortinas mugrosas, manos igualmente mugrosas habían girado las
perillas de las puertas de entrada; allí, donde Satanás fue a cagar a sus
Judas, por ese pasillito estrecho y resbaloso, el amante francés y Josefa se
intercambiaron a Dickens, Homero, Hugo, a Poe, Flaubert, Lope de Vega... allí
las ideas de los autores sacros y profanos refulgieron como la armadura de
Amadís; subrayado navegó también Dante, Bocaccio, Trilussa, traducido malísimo,
naturalmente.
El bonachón mesonero aún viendo todo, no dejaba de
coquetear con Josefa, y cuando le giraba bien intetaba precisarla, sin éxito, a
sitios donde podiesen realizar un encuentro erótico; fracasando mecánica y
contínuamente todos y cada uno de sus jueves en seducirla, en esa bandeja de
cobre con la que cumplía su trabajo, los carreteó a todos, genios de tiempos
diferentes, y, una frase, una sola frase en cada uno de los ejemplares había
sido, con una bermeja línea nerviosa, resaltada; y si aquellas maravillosas
ideas en esos papeles escritos hubiesen podido ser proporcionales a semejanza
de volúmenes de física masa, el peso de las caderas de Santa Lucía mártir,
junto a tales, habría sido considerado en menos.
Veamos cómo es curiosa la vida, el mesonero,
fallando en todos sus propósitos por un lado, victorioso y
campante les sirvió, sin saberlo, de
heraldo.
En la esquinita de la casa de Josefa
donde primero se iban dormir las papas del mercado en sacos amarillos, se
iniciaron a apilar los volúmenes más diversos y origianles de una hermosura
máxima. Todos y cada uno con una frase subrayada en creyón rojo.
Desde la ventana del quinto piso,
ella, en su vaivén de abanico del Japón, conteniendo los gritos, apretando las
telas que el pintor usaba para cubrir los cuadros, vio en lontantanza una mujer
que caminaba por la calle arrastrando el carrito de las compras como espantada
por la lluvía, de la cual no se protegía; leía un libro sin mirar dónde pisaban
sus pies, y, por un momento, mientras su amante detrás le producía las más
deliciosas violencias, Josefa pensó, débilmente apoyada en el escritorio de los
pigmentos, si aquella extraña, aquella loca despreocupada, sumergida fatalmente
y engrapada al lomo del ligero volúmen con sus manos de seda, habría meditado,
como ella, en los poemas de
Federico García Lorca.