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ensando
en estas cosas, el vlado fue a recorrer las rayas orientales del bosque,
meditaba en soledad, se preocupaba por los sueños y las visiones que
repentinamente le asaltaban. No deseaba prestar atención a nada, interno estaba
en pensamientos que traspasaban las cercas del amado soto.
Alzaba
la vista a las alturas contemplando aquel hermoso mundo que comenzaba a
parecerle extraño. Las hierbas bellas crecían sobre las calvas rocas. Las
cicatrices de la tierra abrían pequeños cañones, de los cuales aparecían sauces
y álamos olorosos, purificadores. A sus pies, se ceñían las raíces endurecidas
de los árboles, cuyas cortezas eran maravillosamente toscas. Se asomaban los hilos del líquido Epe
entre las arenas negras, llanas piedras y musgos rechonchos y comprimidos
escalaban entre los matorrales especiales. De tramo en tramo se erguían
helechos y gramas altas, alfombras de la tierra y alimento de las bestias. A la
izquierda navegaba el río amplio, ancho y ondulado, que iba a alimentar a la
Laguna de Ospo, donde la vida era tranquila y maravillosa. El otoño estaba a
punto de terminar y los vientos mecían las hojas revoltosas, regándolas por
todas partes, lejos de las maternales encinas.
El ambiente estaba tan limpio. Tan puro. Casi se podía
apostar lo que ocurriría en meses por venir. Allí nada cambiaba. En los
márgenes del bosque, los árboles eran menos altos, entre las ramas y las hojas
se podía divisar el rojizo éter, mientras la única canción audible con oídos
humanos era el de las aves. Árboles de corteza negra y hojas amarillas, rojas y
pardas, que seguían cayendo a montones, se aparejaban por todas partes.
De pronto: Cruck, cruck, cruck, la percusión de un corcel.
Y pronto un cántico, Derieh aguzó el oído.
Se detuvo ligero y calló. La manta dorada que llevaba en la
cabeza, se confundía con las sequedades de las hojas. Vio que algo se movía,
montaba a caballo, era un hombre o parecía uno. Portaba armas, escudo brillante
de hierro y casco empenachado. Luego se escucharon más cascos, la percusión
hacía elevar pequeñas nubes de polvo cerca del suelo. Pisaban las hierbas y de
pronto aparecieron a la vista del Durmiente. Cabalgaban sobre corceles
hermosos, soberbios, que exhalaban vapores. Er se escondió tras las hierbas y
vigiló.
Los jinetes eran siete, todos tenían semblante de ira y sus
caras irradiaban cólera. Los corceles excitados se movían espléndidos, ora a la
derecha, ora a la izquierda en vueltas sueltas e iracundas.
Estaban el valiente Ésito Andia, vestía una amplia armadura
de hierro oscuro, de donde pendían unas esferas pequeñas de bronce, alrededor
del peto, por donde se sujetan las correas. Pantalón azul, grebas y una larga
espada, la cual había adquirido de manos de su hermano. Tenía un arco de madera
y bronce. Sus flechas estaban envenenadas. Remio cabalgaba a su lado sobre el
lomo de Esf el violento, hermoso corcel que tenía la capacidad de hablar en el
solsticio de verano. Remio sostenía un amplio escudo de bronce y hierro y una
espada brillante desenvainada.
Con ellos venían los gemelos Ordio y Aren, hijos de Lisio y
Estia, la hermosa vlada de los campos de Galara. Ordio llevaba el antiguo casco
rojo de su padre, el cual era codiciado por su hermano en secreto y la
brillante armadura plateada, motivo de disputa entre ambos. Ordio cabalgaba
sobre Rusto, de crines blancas. Aren montaba a Esti, no menos rápido que el
caballo de su hermano. Siempre iba a su diestra y muy cerca, vigilándolo, pues
lo envidiaba a causa de sus derechos de primogénito.
Junto a los gemelos estaba Carmas, cuyos cabellos eran
largos y ondulados, como los de una dama. Vestía de negro, sin peto ni yelmo.
Sostenía una lanza de cedro con punta de bronce y una espada ceñida a la
cintura con una faja de cuero rojo. Y del lado derecho estaba Frusi Parlesi, de
bigotes largos hasta la rodilla. Estaba hecho un nudo de trenzas. Sólo llevaba
un arco negro y un carcaj con doce flechas comunes.
Se reunieron
en el terreno plano, diciendo las siguientes palabras:
—El maldito se internó en estos lugares, pero lo perdimos
hace un rato; cruzó nadando el río con gran habilidad. Debe ser un bandido,
pero esa forma de asesinar es demasiado cruel para un bandido común —dijo el
caballero del yelmo negro, señalando hacia la derecha.
—No saldré de este lugar hasta que vea muerto al
desgraciado. Llevaremos su cabeza a la villa como consuelo a los hermanos de la
víctima—agregó Remio.
—Quizás no haya entrado en el bosque; esto puede ser una
trampa, para poder huir por el camino del Epe que se abre hasta el norte de
Corcoa —dijo Ésito, bajando el arco.
—¡Estás loco! El camino más seguro es el del bosque,
siguiendo el cauce del Epe fácilmente podría viajar hacia Colco, para ocultarse
allí por un tiempo. Pues en esa ciudad no está permitido llevar armas, sino
sólo a los policías y a las guardias. De ese modo, no podríamos pescarlo con
nuestras manos, asegurando la vida —dijo Aren, mientras le echaba una mirada a
su hermano de reojo.
—¡Estoy de acuerdo con mi hermano! El escudo más propicio
para esconderse es el bosque. Refugiándose aquí podría despistar la búsqueda
por varias horas, dándole tiempo así de preparar su huida de la isla, pues, no
estará seguro en ningún lugar después de lo que hizo —Aren le miró con el ceño
fruncido—, claro, pasando por Colco antes de marcharse.
—Lo más
seguro es que esté bajo estas encinas, ¡anatema! Las obras de sus manos no
quedarán impunes —dijo Cástago.
Derieh se preguntaba qué decían, jamás había visto
personajes semejantes; claro, si alguna vez los había visto, no los recordaba.
Percibía ruidos ininteligibles, como aquellos que prodiga el trueno antes de
hacer su aparición en la negrura. Uno de los siete, Cástago, le pareció haberlo
visto antes; pero era casi imposible recordarlo con exactitud.
—Pude verle bien la faz. Esos ojos no se me olvidarán
—exclamó Ordio, de armadura plateada.
—¡Está bien muchachos! No dejemos que el
tiempo se nos escape, mi arco está presto para hacer volar flechas. Si lo
diviso primero, le clavaré una acerba saeta en el cuello blanco —arengó Ésito
Andia.
El grupo era terrible, sólo mirarlos encendía en el corazón
deseos de huir.
Los oídos de Derieh se inundaban de las voces del bosque,
como cuando en los mercados se escuchan griteríos y palabrerías múltiples.
Decide marcharse e internarse entre las vigas; volteando su mirada hacia la
llanura provista, se aleja del grupo. Bajó las pequeñas colinas y saltando los
matorrales, profundiza a través de los aparejados árboles. Una vez oculto de
las miradas, se acerca al Epe y baja su cabeza al líquido cauce, con la diestra
conduce la transparente agua a sus labios. A la sombra de las encinas, escucha de nuevo un silbido
menudo. Una flecha se clava en la arena del río, a su lado. Gritos se escuchan,
la algarabía comienza y le persigue. Volteando, divisa a lo lejos el grupo de
jinetes que se acercaban corriendo al galope. Vuelve la vista a todas partes,
pero no había nadie. Los jinetes le señalaban con las espadas y gritaban. El
corazón se le estremece. Así que corre hacia las malhumoradas aguas y huye
saltando, como un jabalí perseguido por hambrientos cazadores.
El grupo de jinetes le gritan y maldicen con muchas
palabras. Todos al galope iban detrás de él. El voraz Ésito, al trote, saca una
flecha de su carcaj, que estaba sujeto a sus espaldas por una cinta de cuero.
Tiende el arco y apunta hacia los miembros de la presa, que iba escalando una
saliente de roca. En ese momento una lechuza se estrelló contra su cara y con
sus garras le hizo una pequeña cortada, así le hace errar el blanco, después se
internó rápidamente a vuelo en el follaje, dejando algunas plumas en el aire.
—¡Ese malvado tiene las suertes de un gato! ¡Hasta los
animales interfieren para librarle la vida! —Articuló Ésito, limpiando la
sangre su la mejilla derecha con la mano—. Sus pies no le librarán de nuestras
manos y del paso de los corceles, que aventajan a todos los andantes en
rapidez.
Saltaban las ramas caídas y las sequedades que se erguían,
mofándose de las riendas se conducían solemnes como númenes olímpicos,
parecidos a la cazadora Diana, de cuyo arco no se libra bestia ni alma humana.
Las flechas comenzaron a volar, dirigidas al ratón perseguido; malvada hora en
la que Derieh Vali cayó cautivo en semejantes situaciones, sin la ayuda de las
avhelas y con los gritos del bosque, una parte indicándole mejores pasos y
sendas, otra parte ululando a favor de las negras flechas sedientas, que se
clavaban en los árboles y el suelo.
Distaban como cien metros de él, cuando se
encontraron frente a una pared de sauces muy unidos, el Durmiente los atravesó
corriendo con mucha habilidad, pero los caballos no cabían entre las delgadas
rendijas que existía entre árbol y árbol. Así que tuvieron que flanquearla por
la derecha, sin embargo ese paso estaba cerrado por una cañada que descendía
empinada varios metros hacía abajo. Los siete caballeros tomaron el flanco
izquierdo y gritaron maldiciones, mientras esgrimían las espadas en el aire. El
sol declinaba y ya casi moría en el horizonte, por lo cual el bosque cayó en
tinieblas.
—Los dioses favorecen al malvado en este día,
ahora la luz ha huido dificultando la persecución. No me iré sin la cabeza de
ese anatema envuelta en sus ropas sanguinolentas
—exclamó irritado Cástago.
—exclamó irritado Cástago.
—¡La venganza te arrancará la vida desgraciado
sátiro! ¡No creas que las tinieblas o los debanas librarán tu cuello del hierro
afilado! —gritó Ordio, mientras bordeaba al galope el río.
—¡El deporte de perseguir inmundicias como la
que ahora asediamos, debería ser más continuo! ¿Verdad amigos? —Dijo Aren,
mezclado en el alborotado galope.
El Durmiente exclamó desde atrás del muro de
sauces:
—¡Furi bastui anaemi sareti fus! ¡Nob ete teriedi
fardi mani!
—¿Qué dice el mal nacido? —Preguntó Remio,
mientras saltaba con su caballo un risco cubierto de hierbas.
Carmas contestó: —Ahora trata de despistarnos
con lenguas extrañas, el perro tiene miedo, ¡que lo tenga! Pues hoy no vuelve a
su guarida, ni verá la luz del día de mañana —rió y sus ojos estaban inyectados
en sangre, la frente bañada en sudor, el cabello le bajaba hasta ella
desordenado—. ¡Vamos Rusto! —Dijo al caballo de pelaje rojizo— si de algo han
valido las cuidados que te he dado, corre ahora y alcanza al asesino, que tus
crines ondeen volantes y después de haberle quitado la cabeza, lo amarraremos a
ti para arrastrarlo hasta Villa Corocla.
Derieh Vali, desconociendo del todo la
situación, le gritó las siguientes palabras a los siete corceles que, guiados
por sus jinetes, deseaban alcanzarle:
—¿Qué locura es la que los guía hacia mi?
¡Malvados! Ya han intentado hacerme coladera con las flechas, y me persiguen
como si fuera un conejo para la cena. ¿Por qué me siguen de esa manera? ¿Por
qué quieren matarme sus amos?
Rusto, que iba a la cabeza, respondió:—¡No seas
atrevido! Sabes bien cuál fue tu crimen; mataste al hijo de mi amo; era bueno
conmigo y siempre me traía zanahorias exquisitas. Me trataba con bondad, y tú
fingiendo amistad pediste asilo en su casa. Mi amo te brindó techo por muchos
días; comiste en su mesa y dormiste en aposentos preparados con dulzura por mi
señora, la esposa de mi amo.
—Nunca he salido de este margen, todos mis días
he vivido bajo la sombra de estos árboles, incluso muchos de ellos fueron
plantados por mi. Familias enteras he visto crecer hasta hacerse adultos;
¡juzgue Sol entre nosotros! Jamás hice una maldad semejante.
—Aunque tus ropas son distintas ese olor no
puede engañarme —revolvió las crines con ira y relinchó—; no tengo nariz de
perro, sin embargo, sé que fuiste tú —dijo Esf, el corcel manchado de negro.
—¡Te alcanzaremos desgraciado! ¡Te
arrastraremos y pisaremos tu cuerpo! ¡Llevaremos el despojo a la Villa!
—exclamó otro corcel, en un relinche.
Los caballeros al galope cruzaron el seto de
encinas y al subir un mediano risco, entraron por una ensenada que el agua
había trazado en la tierra; los corceles relincharon y la luna apareció en el
éter.
Derieh corría como el viento y el sudor le
empapaba las ropas. Por suerte era buen corredor, y muy hábil para conducirse
en aquel lugar sembrado de vigas. Bajando unos terrenos saltó un conjunto de
piedras lisas que se alzaban en el camino. Corrió junto al seto de hierbas y
flanqueó unos charcos producidos por la lluvia.
—¡Ven! —Susurró el charco—. Escóndete conmigo,
yo te abrazaré y no podrán verte en esta oscuridad!
Derieh no se detenía sino que saltaba de piedra
en piedra, evitándolo del todo y lo bordeaba.
—¡No seas tonto! Tengo un artificio muy viejo
que esos asesinos no conocen, ¡anda! Soy amigo de todos los que se ocultan y
bajo mi frescura blanda los cerdos son felices en las porquerizas —dijo
nuevamente el Fango lodoso y regado de hierbas secas, piedras y hojas de otoño.
—¡Está bien! —Exclamó Vali.
Derieh siguió corriendo, y llegó a una zanja
donde reposaba un gran charco de lodo oscuro, y mirando hacia atrás,
desesperado, se arrojó de bruces en él. Al verle venir, el lodo se separó y
extendió alas pardas y blandas de barro en el aire. Cuando Vali cayó en la
tierra oscurecida y jugosa, las alas de fango se echaron encima de él.
Rápidamente se secó el charco y se estrió de rajaduras, como si semanas enteras
hubiese estado sin recibir el beso de un pie. Las películas delgadas de la
superficie, parecían obleas de chocolate.
—Ahora, debes aguantar la respiración. —Murmuró
el Fango—. ¡Conserva todo el aire que puedas en tus pulmones y ruega a que
estos caballeros no te pasen encima y te pisen!
Los jinetes, después de cruzar la arboleda
espesa por la izquierda, notaron que el Vlado al que perseguían había
desaparecido.
—¿A dónde se ha ido? —Gritó Remio—. ¡Maldito!
—¡Vamos —gritó Ordio—, sigamos por este lado!
Seguramente trepó a los árboles,
—¡Que no escape! —demandó uno de los que
blandían las bridas, su tez estaba enrojecida a causa de la ira y su espada
centelleaba con las luces de la luna.
Salieron pues, galopando y saltaron la zanja
donde Derieh estaba oculto, y el Fango se burló a carcajadas al verlos volar
por encima de él. El ardid había sido un éxito. El Fango había salvado al
Durmiente. Pero, cuando el grupo saltó, a Cástago se le cayó una pequeña
cadenilla que tenía enrollada en el antebrazo. Pero la ira no le dio razones
acerca de ella. Como siete númenes funestos cabalgaron en la noche y se
internaron en la Espesura, donde el aire es delicioso. Saltaron pequeños
charcos y pisaron las empalizadas de hierba anaranjada. Cruzaron los hilos del
Epe, aquellos divinos riachuelos que riegan los árboles alejados. Como
espíritus de la noche recorrieron muchas partes del bosque y vieron salir las
luciérnagas entre las encinas. Las avhelas titilaban ligeramente y se
confundían con ellas.
Mientras tanto, Derieh salía del barro lodoso y
nunca se sintió tan alegre de estar cubierto hasta la coronilla de las
fláccidas y jugosas arenas de un charco. Además, con los oídos tapados y un
sabor a tierra en su lengua, agradeció la vida al cielo.
—Gracias Fango, me salvaste la vida; ahora
entiendo lo que sienten los ciervos cuando son perseguidos por el cazador —dijo
Vali sonriendo, volteando de vez en cuando y vigilando.
—A más de uno he ocultado debajo de mis alas
—respondió el Fango.
Derieh tomó el manto dorado que había llevado
en la cabeza y lo exprimió; bajaron de él espesos chorros de blanda tierra.
Luego enrollándolo se lo colocó en el hombro, hecho una cuerda. Antes de
marcharse observó una línea curva que resplandecía en la oscuridad, sobre la
zanja, un sitio que todavía estaba rajado por la sequedad y que no había sido
arruinado cuando emergió del lodo. Se acercó las manos a la nariz, y se la
limpió con cuidado, luego se encorvó y tomó el objeto: era la cadena de
Cástago. Tenía una diadema hexagonal donde había unas inscripciones. La luna se
veía entre las ramas de las encinas y allá arriba, unas nubes oscuras se desplazaban
con rapidez hacia el este.
— ¡Ahora sí amigo! —Dijo Vali secándose los
jugos de barro que le recorrían la frente; de su boca salían espesos vapores—.
¡Una vez más agradezco tu ayuda! Debo irme. Aún están los jinetes rodeando el
lugar. La noche me oculta y el nuevo camuflaje de barro —al decir esto bajó la
mirada hacia el charco e hizo un ademán de agradecimiento.
El Fango se acomodó de nuevo y dibujó una sonrisa en su
fofa e informe superficie. A trote se marchó Vali. La oscuridad y las tinieblas
le arroparon con su manto de bruma.
— ¡Sigamos el curso del Epe!, pues si echa alguna
embarcación para viajar al sur, lo veremos pasar, y allí verá cuan diestro
puedo ser en el deporte del arco —dijo Ésito.
Ordio dijo: —Está bien, la noche es joven. No le sería muy
prudente dormir en las cercanías de las Espesuras, ya que los Debanas le
dejarían sin vida rápidamente. Seguro que corrió al límite norte, por donde
serpea el camino que lleva a las colinas. Si galopamos lo podremos ver, no debe
estar muy lejos, sólo que haya cabalgado una bestia, la cual tuviera preparada
para la huida.
—Entonces tendremos que cabalgar al norte. ¡Mantengan los
ojos bien abiertos! Quizás se esconda detrás de algún risco, o bajo leños secos
y derribados. Recuerden que es muy hábil, ya se nos ha escapado de los ojos,
nuestro deber es alcanzarlo y darle el castigo —agregó Frusi.
En ese momento Cástago notó la ausencia de su cadena de
plata. Dijo:
—Un momento, debo regresar por la cadena materna, pues es
lo único que me queda de ella. No puedo dejarla en este lugar.
—No tardes Cástago, la noche es negra; seguiremos en
dirección norte, cuando la halles, galopa velozmente a nuestro encuentro
—exclamó Remio, tío de Cástago.
Cástago volvió por el mismo paso, buscando la cadena,
apoyada la vista en el suelo. Había sido un regalo de su madre, en el diadema
que pendía de ella, estaban grabados los nombres de sus hermanos. Bordeó el río
a la derecha y miró con detenimiento entre la multitud de encinas aparejadas,
buscando a la presa malvada. Su caballo se detuvo frente a la zanja, el jinete
descendió y vio el reguero. Buscó algo con la vista en el barro, no halló nada.
Luego se introdujo en el charco, mirando a la derecha, ora a la izquierda. No
encontró nada. Sin embargo, había algo... unas pisadas... las de un vlado.
”¡Te atrapé desgraciado! —Pensó.— Pero no debo gritar, ni
montar a caballo... él escuchará los cascos y volverá a esconderse. Es hábil.
Hoy mismo le rebano la cabeza, luego dejaré su cuerpo insepulto a merced de las
aves de rapiña.
“Quédate aquí Espejo —susurró al oído del
caballo, mientras le acariciaba la trompa manchada—, iré en busca de ese
asesino. No debe estar muy lejos, volveré por ti, para que busquemos juntos la
cadena maternal.
Así se despidió el jinete de su amado corcel
Espejo, sin saber que jamás lo volvería a ver bajo la luz del sol ni de la
luna, pues un destino funesto le embargaba las sienes y esa noche le cegaría
del mundo. Se apartó y fue siguiendo las huellas; ya que, por la prisa, Derieh
no había tenido cuidado de sus pasos.
Empuñando la espada desenvainada y a paso
mediano, iba el caballero en la oscuridad, en busca de su presa. Saltó unos
riscos rápidamente, tratando de no romper nada, ni de pisar los montones de
hojas crujientes. No deseaba ser descubierto. Otra vez vio las huellas en la
tierra, se encorvó sobre ellas, para examinarlas. Tenía buena vista. Al
tocarlas con los dedos las sintió húmedas todavía. Cuando se irguió de nuevo lo
vio, allí estaba el que él creía asesino de su primo. Derieh Vali escalaba una
saliente a la derecha, luego saltó con cuidado la cañada y se sujetó a unas raíces que salían de
la tierra polvorosa. Trepó y se encaramó de nuevo, espalda encorvada, pasos
lentos y ágiles entre el terreno.
Su faz fue abordada por una cólera malvada, y
el desgraciado dios de la guerra, amante de las contiendas y las armas, le
comenzó a hablar al corazón infestado de punzantes iras. El pecho le dolía, las
manos tomaron una fuerza nueva... apretaron el puñal largo... sí... el puñal
era más secreto y personal, con él le despojaría de los ojos y el corazón,
antes de desprenderle la cabeza con la espada. Envainó el filoso hierro que
reflejó una luz plateada, y la vaina le pendió del cinturón de cuero. Derieh
Vali corría un peligro mortal, desconocía que su enemigo estaba a sus espaldas
y que sólo escasos pasos le separaban de él.
”¡Cuidado Derieh! —gritaron los robles, las
hierbas y también el musgo que en las cortezas escalaba.
El caballero se arrojó encima de él antes de
que pudiera voltear. Sin embargo, Derieh, hijo de un dios, no estaba
abandonado, sino que su vena le asaltó y una furia populosa explotó en su
pecho; jamás había echado mano de ella en todos los años de su vida, que se
contaban en centurias. Se levantó con ira y el enemigo salió despedido hacia
atrás, cayó despaldas. Derieh se volteó y los ojos le centelleaban de cólera.
Ahora la batalla era cuerpo a cuerpo, el silencio en los oídos del jinete hacía
brillar aquella hora nefasta. Los oídos de Vali, en cambio, inundados por
cientos de voces que el bosque dirigía desesperado, al ver que uno de sus hijos
era amenazado de muerte.
El caballero intentó clavarle el puñal en el
corazón, pero Vali lo esquivó y le asentó un golpe fortísimo con el puño en la
quijada, la cual crujió como bisagras sin aceite. Cástago sonrió y dijo:
—Ahora te destapas desgraciado, antes bebías
del mismo vino que yo, te sentabas a mi mesa y comías de mi pan. ¡Falso!
¡Asesino inmundo! ¡Hoy mismo verás las puertas del orco y tu alma bajará con
muchos huecos al castillo infernal, donde tendrás lugar preciado junto a los
que no ven la luz, sino que vomitan animales y hediondas ranas de sus heridas
abiertas!
Derieh no sabía por qué el jinete quería
quitarle la vida, ya que, había sido confundido con otra persona que era, quizás,
idéntica a sí mismo. Su entendimiento continuaba oscuro y las voces de su
enemigo las escuchaba tardas y dificultosas, como cuando se escucha la voz de
alguien estando bajo el agua. Además, las palabras eran ininteligibles...
gruesas y sumamente extrañas, producto del sortilegio de Vesegio, su padre.
De nuevo, el jinete se abalanzó sobre él, e
intentó ensartarle el costado con el puñal filoso y brillante, pero Derieh lo
esquivó y su enemigo cortó las brisas. La noche era oscura y el viento comenzó a
soplar irritado. El Bóreas estaba enojado y exhalaba grandes bocanadas de aire,
los árboles se mecían y el mundo crujía. Algunos pámpanos secos cayeron
alrededor del lugar de la batalla, pero los atacantes no se movían, sino que
asechaban por dónde lanzar el siguiente golpe.
Derieh estaba cubierto de barro, el cual ya
comenzaba a secársele pegado al cuerpo. Una gota siniestra de barro descendió
hasta sus lumbres y le nubló el ojo derecho; ese fue el momento en que el
caballero atacó de nuevo y le clavó el puñal en el diestro brazo. Negra sangre
destiló y brilló con los escasos destellos blancos de Febe lunar. Cástago iba
ganando.
Derieh, después de arrojar un quejido horrible,
se sostuvo el brazo con la mano derecha y la sangre se la manchó de rojo.
”¡Mandaré tu alma al abismo! —gritó el jinete y
saltó sobre él.
Derieh, viendo a su enemigo venir, se corrió
rápidamente a la derecha y le hundió una patada en la boca. El caballero se
cayó de bruces y de sus labios brotó un chorro de sangre, manchando la bufanda
que portaba. El numen funesto reía al ver la obra de sus manos. De nuevo se
levantó el adversario. Derieh Vali se irguió y se alejó un poco, el brazo se le
había dormido. Su piel estaba manchada de barro y sangre, la luz le presentaba
como un guerrero de tierra.
El caballero continuaba con la cara oculta tras
la bufanda y el rostro de su adversario le era indistinto por el barro y la
oscuridad. Se arrojó de nuevo sobre Vali, con el puñal en la mano derecha.
Derieh le esquivó y salió corriendo entre los árboles, saltando las ramas
caídas y los matorrales. No era un guerrero como su adversario, peligraba su
alma y tenía temor. Mucho miedo sentía. Temblaba. Había frío y el crujido del
bosque le azotaba la cara. El jinete salió en su persecución y rápidamente le
alcanzó.
”¡No te irás anatema! —Gritó y su voz salió
gruesa al cruzar la bufanda, que todavía le cubría la boca. El negro casco
mediano y liso le resplandecía en la cabeza; sus cabellos en arabesco le
bajaban hasta los hombros. Sólo los ojos se veían, grises y grandes como los de Vali.
Saltó de nuevo e intentó clavarle el puñal en
el corazón, pero erró, pues Vali trató de esquivarlo, pero esta vez se lo
hundió en la pierna derecha. Derieh arrojó otro quejido, que se sumó al
primero, y ahogó el éter que tembló junto con la tierra. Así se acercaba su
fin. El río brillaba enojado. El Epe se contenía en el cauce. Sangre oscura
descendió por la ropa enlodada y manchó muchos lugares. El caballero sonreía,
tenía las manos ensangrentadas, con la misma sangre de sus venas, que el herido
vertía aquella noche oscura.
Unas fuerzas incontenibles pesaron en las manos
de Derieh Vali, el semidiós, y se levantó enfurecido de cólera, las manos y
cuerpo manchados de rojo líquido. Su enemigo le arrojó una puñalada, pero
falló, ya que él le desvió las manos con un golpe y le pateó la cara. Otra
patada más voló y se la asentó en el pecho. El jinete se cayó de nuevo y se
afincó en las manos, Derieh miró hacia atrás e intentó huir de nuevo, pero algo
lo contuvo.
—¡Eri baz mani vor capito! —exclamó.
—¡Estúpido, no tienes que fingir, no puedes
engañarme! —Gritó el caballero.
Se alejaron el uno del otro. Derieh desmayaba.
—Ya no necesitaré más esto —tiró al suelo el
puñal y desenvainó la espada—, pensaba que no tendría que sacarla. Ya te herí
dos veces, ahora verás el sueño profundo de los manes.
El corazón Derieh Vali se le empequeñeció;
previendo su muerte, derramó unas lágrimas. El enemigo ahora se le presentaba
como un gigante, además, tenía el brazo y la pierna derecha herida, sangrando.
No había esperanzas en ningún lugar de la noche, en ninguna hierba en
movimiento, en ninguna sequedad otoñal.
Como un prócer se erguía el jinete, como un
héroe entre los númenes, parecido a Sol en valentía y grato al dios de las
guerras. Y olvidado yacía de pie el herido Vali, frente a su enemigo. Uno
vengaba la muerte de su primo-hermano; el otro se defendía, inocente, pues no
había forma de contrastar las acusaciones. Algo oscuro operaba allí.
Los búhos de ojos redondos y brillantes emitían
su cántico, que se encumbraba. Luego el sonido de las hojas, un susurro leve,
seco y repetido. El lugar estaba todo chispeado de gotas de sangre, pero la
noche ocultaba todo. Casi todos los sonidos desaparecieron, Derieh escuchaba el
latir de su corazón y los momentos más significantes de su vida se le
presentaron frente a los ojos.
El bosque estaba expectante, había mucho
silencio. Ahora todo el panorama cambiaba frente a las lumbres de Derieh. Una
visión se le atravesó, era clara, aún con los ojos abiertos: una vlada, pensaba
que era el ser más hermoso en todo el mundo. Vestía de gris y sostenía un arpa
en las manos níveas y aterciopeladas. Caminaba lentamente hacia él, pero la
imagen fue enturbiándose hasta desaparecer.
La visión había ocurrido en una fracción de
segundo, pero para él habían caído siglos enteros. Regresó de nuevo a la
realidad oscura. Frunció el ceño y apretó los puños. El sonido de los gritos
del bosque le retumbaban en la cabeza de nuevo.
El
adversario se lanzó sobre él intentando golpearlo con la espada brillante, pero
se agachó y saltó a la derecha y cayó en el agua fría del río. El caballero
volvió tras él. Las huellas de barro se imprimían en la tierra y las gotas de
sangre las seguían.
Vali, al verlo venir, se levantó rápidamente y caminó hacia
atrás. Se tropezó y cayó, luego se arrastró, encontrándose con un árbol a sus
espaldas.
Derieh Vali estaba frente a su enemigo en un
estrecho círculo, donde el follaje era espeso y la luna les aclaraba la pelea.
El puñal que el Cástago había arrojado, estaba en el suelo, como a quince
metros de distancia, a la derecha. El jinete, pues, sostenía la espada
desenvainada y lentamente caminaba hacia Derieh. Viéndose acorralado, algo le
brilló en la mente.
Miró al puñal y le habló en su lengua diciendo:
“socórreme, tu amo quiere matarme y soy inocente. ¡Ven!
Como sospecharán, sólo emitió unos susurros en
consonantes, algo como kskjd, que nadie en el mundo
entendería. El filoso hierro, escuchando la voz; como había sido obtenido a
causa de un botín y odiaba al amo que ahora tenía, respondió a la ayuda de
Derieh, diciendo:
—Mi nombre es Filo. Espera un poco, debo
concentrarme; una ley me sostiene al suelo: causa y efecto, si algo no me
mueve, no podré moverme. Existe una ley mayor a esta: la ley de la fe. Si crees
que puedo viajar hasta ti por el aire y no lo dudas, esta ley suplantará a la
primera ley, no aboliéndola sino cumpliéndola. Porque todo en el principio fue
movido por la fe, que es invisible y más real que las cosas visibles, las que
andan, vuelan, nadan o se arrastran. ¿Crees que puedo ir hasta ti?
—Creo y en mi corazón no lo dudo —dijo Derieh,
bañado en sus murmullos.
El jinete sonreía, se limpió el sudor de la
cara y entornó los ojos al mirar a su presa. Dijo:
—No soy asesino de placer, sólo cobro una
deuda, te pago con la misma moneda con que me pagaste. ¡Desgraciado! ¡No tenías
que matarlo! —gritó y se echó a llorar, allí, de pie frente a su adversario
indefenso y malherido.
Lentamente, a pasos cortos se iba acercando a
la humanidad de Derieh Vali. Tenía los pie-pesuñas manchados de sangre.
Mientras que el puñal temblaba en el suelo, allá en el lugar donde había sido
arrojado, a causa de la fuerza de voluntad ciega de Derieh. Comenzó a moverse
un poco. Vali tenía su mente fija en el mango del puñal, y Filo estaba pensando
en la mano de Derieh. Creía que llegaría antes de que el jinete le asentara el
golpe mortal; la luna brillaba. El bosque gemía, las heridas del brazo y la
pierna le sangraban. Pocas fuerzas tenía, mientras el aire le faltaba. Había
perdido mucha sangre.
Veía que adversario venía aproximándose, espada
en mano. Como pudo, haciendo un gran esfuerzo, se puso de rodillas y extendió
la mano en dirección al puñal.
—¿Me pides clemencia? ¿Qué me estás pidiendo?
¿Acaso tú le diste clemencia a Fren Ver?
¿Le
perdonaste la vida, mal nacido? No te daré nada, ¡sino el beso del hierro!
—gritó y se abalanzó sobre él alzando la espada.
Corrió los escasos pasos que los separaban y
alzó la espada, sujetándola con las dos manos. Inhaló el aire y estando frente
a Derieh dejó caer pesadamente el arma filosa y alargada, que se dirigía
velozmente como un árbol derribado por un leñador.
Vali gritó: ¡Ven!
En ese momento la primera ley, fue suplantada por la fe y
el puñal se despegó del suelo y voló a sus manos, y antes de que el jinete le
partiera en dos, él le hundió el puñal en el lugar del peto donde se abría
aquel pequeño círculo a la altura del pezón. El belicoso hierro le traspasó el
corazón. Cástago no detuvo el golpe pensando que el ferroso peto le protegería,
se equivocó.
Un grito voló
en la noche, pero sólo los árboles lo escucharon. Dejando caer la espada hacia
atrás, se miró el puñal clavado en el pecho. Notó que era el suyo. Grandes
burbujas de sangre le brotaron de la herida y la vista comenzaba a nublársele.
Las rodillas no pudieron más y se flexionaron. Cayó de bruces sobre el hombro
de su asesino y se manchó de barro, la fría tierra recibió su cara. El costado
de Derieh quedó ensangrentado.
Derieh Vali
se sentía abrumado y cayó al suelo junto a su enemigo. Antes de que la muerte
le segara la vida, Cástago se arrancó la bufanda y trabajosamente se despojó
del yelmo. Derieh se sintió profundamente sorprendido al verle la cara, pues
era muy parecida a las suya. Como si un parentesco los uniera, en ese momento
sintió pena. No le guardaba ningún rencor a él, que yacía quejumbroso y
moribundo. No, sino que deseó haberlo conocido en otros tiempos, en otras
circunstancias, en días de paz.
—Has despojado la vida a mi precioso amigo y primo, también
dejas a mi mujer sin esposo y a mis hijos sin padre. La culpa te seguirá
siempre, doble homicida: asesino de dos hermanos
—murmuró el jinete, con los ojos entre cerrados y la voz queda.
—murmuró el jinete, con los ojos entre cerrados y la voz queda.
Derieh respondió con estas palabras, las cuales
el jinete no pudo entender:
—Viniste a mi asedio y deseaste segar mi vida
por una razón desconocida. Si sólo lograra entender estas voces que ahora me
das, pudiera vivir más tranquilo. No tenías que venir a robarme el alma, no. Si
un numen te envió, ahora vas a él con las manos vacías. Nunca quise herirte,
pero era mi vida o la tuya. Mueres y yo muero contigo, pues dañado ahora estoy:
he perdido mucha sangre, no tengo fuerzas para nada. De las manos bajaremos a
las moradas de Hades —y sonrió con tranquilidad en el rostro.
Así un silencio mayor se elevó en la oscuridad y después el
bosque entero lloró. Pues sabía que no había enemistad entre ambos, sino una
huella malvada y una conspiración oculta y secreta, en la cual habían caído
presos. Los adversarios no entendieron sus palabras finales, y quedaron
tendidos juntos en un río de sangre.
Cuando Derieh cerró los ojos volvió a ver la
esfinge de la Dama y sonrió, luego una lágrima le corrió en el rostro. Nunca
había visto algo así. Realmente sí había visto vladas, claro, en otro tiempo,
pero a causa del artificio de Vesegio, no podía recordarlo.
El frío cabalgó hasta la boca de Caspio y
abriéndola expiró el alma. Sus ojos se cerraron para siempre.
De nuevo se escuchó un tintineo de campanas, la noche
recibía todas las palabreas que la música erigiese. Como lámparas redondas
ondeaban en el aire, como simples gotas de lluvia que andan errantes sin saber
dónde descansar. Traspasaban el camino donde no había sendas, donde las manos
no habían hallado regocijo; por lo cual olvidaron el sentido de mirar hacia eso
parajes. Aunque había fecundidad de hierbas y muchos árboles erguidos por todas
partes, y abrazados estrechamente, parecía todo yermo y silencioso. Ni siquiera
se escuchaba el llanto de los lobos, ni las abejas se atrevían a recorrer el
aire. Todo estaba oscuro y la noche aún tenía mucho qué decir.
Un cántico se escuchó... hermoso y delicado,
con la gracia de las bailarinas, que tienen manos simples, pero tan
preciosamente delicadas. Una hilera de avhelas eran. Glevy Desribae estaba
entre ellas.
La noticia de la batalla les había llegado,
pero era demasiado tarde, pensaban que Derieh había entregado el aliento, sin
embargo, se equivocaban. Todavía su corazón latía y conservaba el espíritu.
Glevy Desribae dejó correr una líquida y
brillante gota desde sus ojos. La escena le conmovía hasta lo sumo. La luz de
su cuerpo se apagó por completo y sólo se vio una mujercilla alada, un poco más
grande que una mariposa.
Vestía una falda medianamente larga, le llegaba
a las blancas rodillas. Se cortaba en punta en el centro. Una camisa de lino
finísimo ataviaba su torso, sin mangas, con cinta de plata que se amarraba en
su cuello largo y hermoso, sujetando la prenda en el pecho. La camisa era dorada
al igual que la falda. Calzaba sandalias de plata, hermosamente amarradas con
hilos. Su pequeño cuerpo era delgado y bello.
Se acercó a los vlados, que estaban echados en
el suelo, uno encima del otro. Se acercó al pecho de Derieh Vali, caminando, y
bajó su cabeza hasta que la oreja tocó el tórax. Escuchó y el semblante le
cambió. Volvió a brillar y el lugar se iluminó con su luz.
—¡Está vivo! Vali vive —exclamó.
El grupo de avhelas lo rodeó y voló en círculos
sobre él; un polvillo brillante cayó de ellas y luego reposó sobre Vali. Las
heridas poco a poco se fueron cerrando y cicatrizaron. Pero Derieh no abrió los
ojos enseguida.
Cinco minutos después despertó e inhaló
profundamente las brisas. Abrió las lumbres, todo estaba oscuro, excepto algunos
lugares iluminados con la trémula luz que las avhelas arrojaban. Descubrió a su
lado al jinete. Lloró al verlo sin vida. Miró a las avhelas y les explicó lo
sucedido, los matorrales y las hojas corroboraron sus palabras con muchas
voces.
Derieh se puso de pie y cargó al caballero en
sus brazos. Caminó con él por el bosque y lo depositó en una gran piedra negra
y lisa que estaba cerca, sobre una elevación de tierra. Las estrellas
brillaron, lamentando aquella muerte, a pesar de que él mismo la había buscado.
Pasó mucho tiempo hasta que Derieh pudo conocer lo que
había pasado y por qué habían intentado matarlo, pero esto es al final de la
historia.
El grupo de caballeros esperó largas horas el
regreso de Cástago, pero no lo vieron venir. Sin embargo, Espejo el corcel,
volvió a la Villa sin su jinete. Jamás nadie lo volvió a ver, pues, las avhelas
y Derieh Vali, llevaron su cuerpo a la presencia de la ninfa Ospo, la cual lo
convirtió en estatua de piedra. Allí, en el Lago de Ospo, continúa hasta hoy la
estatua del jinete Cástago y esta es la historia de ella. En el orificio
circular del peto, quedó clavado el puñal que le segó la vida, y reluce con
resplandores rojos cuando el crepúsculo crece.
Muchas búsquedas se hicieron, recorrieron el
bosque, sin embargo una tormenta borró las huellas de la pelea. La Presa ganó
más odios y a ella se le atribuyó la muerte del jinete, mil precios se
estipularon por su cabeza y muchos vlados lo buscaron por muchos lugares, sin
éxito.
A Derieh Vali, sin embargo, se le aconsejó
guardar la cadena de Cástago, para hacérsela llegar a los hermanos del difunto,
como recuerdo. Y él se la colgó al cuello, bajo las ropas coloradas, esperando
el día propicio. Por esta razón, llegó a conocer muchos misterios sobre su
vida.