¿Has sido tú quien ha tenido desvelados frente a los naipes, a los señores Quevedo, de Vega y Garcilaso, como tú, también ellos de laurel provistas las sienes, bajo la sombra ilustre del Parnaso?
Semejante a aquel dios pagano, que al ser precipitado del vasto éter perdió la facultad de caminar erguido, y estando igualmente tullido, fabricó las armas del eácida decretando el final de Ilión;
de igual modo tú, enjuto, pálido y torcido, que aunque en Lepanto dejaste el amuleto de tu mano, no te fue privado el don de escribir con la otra, la memorable escena de los molinos y del famoso yelmo de Mambrino.
Más que dientes llevas en la boca rosas y escribes, más por dolor febril que por fatigoso llanto, del dolor que a los hijos de Adán la fortuna priva y mofa: el Diablo, sin cesar, los azota, martillea y despoja.
¿Has sido tú quien ha robado la lira, a aquel mozo capitán troyano, para dársela a tu jinete, viejo y poco manso, apellidado caballero de la triste figura, llamado también Quijano? Hallaron su par bien por ti moldeado en amatista, dando saña y paz, risa y llanto, aunque apaleado, molido y quebrado, eligiendo la manera del Quijote, antes que la de Amadís y Orlando, sazonándolos con una pizca del Carrasco, Sancho y el Cura, del crío del mozo y del anciano. Vimos, así, surgir entre las páginas (me urgen puras) tanto el alma de D’Artagnan como la de Cyrano.
¿No alzan el vaso y te recuerdan también los pajes y siervos, con pan dulce y regaliz, a la luz de una vela de cebo y delante de un guiso de perdiz? ¿No se reúnen a bailar meneando una copa, brindando a tu salud, Sancho, Mostón y Grimaud?