giovedì 24 marzo 2011

Lustre

El lustre que un limpiabotas pueda ofrecer a su clientela, depende de la práctica que haya tenido durante su vida de trabajo.

Ir por ahí con la caja de madera a cuestas; las caminatas por las plazas abiertas regadas de palomas; los silencios matinales... Todo termina gustando tanto, que muchos hombres prefieren abandonar los lujos y vivir como entes individuales sin hijos ni esposas, por sólo continuar el oficio.

Un limpiabotas que se respete viaja a otros países a desarrollar su arte. ¿Cómo viaja? De polizón en vagones y bajeles, comiendo fruta del campo o robando con la misma alegría que embarga a las ardillas en los robledales.

Señala a los banqueros con el cepillo, y, después de traer desde el ocaso a la aurora sus mocacines, les vende cordones nuevos como respuestos en el paquete. El limpiabotas camina de noche por el descampado y se procura asilo bajo los árboles. Es cocinero cuando lo necesita ser; también sabe coser remiendos.

Es amante, aunque nunca procure la sinceridad ante el sacerdote; ama a todas las mujeres, y sólo consume las migajas de los señoritos y burgueses. París les recibe como hijos, sin ser ni viejos ni infantes; es esa edad sin tiempo que castiga el cuerpo sin causar arrugas interiores.

Corre de noche, amenaza con el puño a la necesidad; su estómago no conoce hambre, porque ya es parte suya. Siempre viaja con azúcar en los bolsillos, para no desmayarse.

Un Luis no le es suficiente si canta la Marsellesa, y el Louvre no le deja entrar a ver sus dominios. Pero tiene el cielo abierto donde puede mirar las pinturas de Dios.

Porque el pobre tiene que ver mucho con él, y el Te Deum canta como monaguillo a tientas.

El limpiabotas tiene la nariz roja como Marte, dios de las guerras; y canta tan mal como Nerón.
Es inocente de quemar Romas, culpable de ser el otro para muchas esposas.

Pasa sus días así, entre el queso y la tostada.

Y muere con muerte sencilla, sin amigos más que palomas; sus días terminan en el olvido de los pájaros.