venerdì 24 agosto 2018

Las hojas de los robles

Una serie de coincidencias llevaron el destino de las hojas de un roble a bañarse en una línea de agua, el agua se llevó las hojas y las arrojó en una corriente. He aquí que encontramos las hojas a un millón de kilómetros de donde crecieron, lejos del tronco que las vio nacer.

En el viaje, arrastradas por la espuma, vieron pasar latas de frijoles vacías, pasaron por debajo de negras y desvencijadas mesas al pie de la corriente abandonadas allí por un ciudadano irresponsable. Vieron salir una niñita corriendo de los brazos de su madre, también aves y lluvia caer como serpentina de carnaval.  ¡Ah! De tanto viajar, las hojas se cansaron y a veces desearon quedarse inmóviles, como lo hacen las barcas en altamar, cuando encallan y las violáceas aguas se abaten sobre sus quillas.

Recuerdo cuándo se me ocurrió viajar a Italia, recuerdo el suceso que me llevó a pensarlo, a creerlo posible. Entonces, los venezolanos no eran protagonistas de un éxodo y el viajar de nuestro país, de irnos, con todos los problemas que podían tener nuestras ciudades, era casi una locura. Todo comenzó con un libro, un libro negro, el sexto de una colección sobre Historia del Arte que encontré en la biblioteca Víctor Zsajka de la escuela de artes plásticas Julio Árraga. Era un libro sobre Renacimiento Italiano; ya había visto algunas fotografías sobre el Juicio Universal de Michelangelo en la cátedra de pintura, con Jesús Pérez, un grandísimo profesor que hizo de todo para ayudarnos, con su modo bohemio pero perfecto para lo que entonces éramos. Como me gustó el arte italiana, que vi también en la materia de Historia del Arte con la profesora Merary García, mi proyecto para el segundo año de la cátedra de Pintura lo basé en un estudio sobre el Renacimiento toscano. Pinté unos atletas luchando que recorté y pegué encima de otra foto que retrataba un chiostro italiano y que había visto en una revista de National Geografic. El profesor de pintura nos pidió hacer las composiciones basándonos en recortes de revistas, nos hacía investigar sobre pintores antiguos o contemporáneos y así poder basar nuestro trabajo en ellos. Yo entonces pensaba que esto era una limitación a la imaginación de cada uno de nosotros, lo más probable es (y ahora estoy seguro de ello) que yo sobrevaloraba nuestras capacidades, pero el profesor no escuchaba razones y hacía sólo lo que él decidía. Claro, siendo un gran pintor, desde mi punto de vista, no es que uno podía rebelársele. Y desde siempre he sido uno que no está muy de acuerdo con el juego de las imposiciones.

Desde aquel tiempo, para mí ha pasado una eternidad. En Maracaibo tuve otros magníficos profesores que me ayudaron como amigos y hermanos mayores, que me donaron tiempo y paciencia, que me escucharon y sostuvieron en esa primera juventud, a quienes debo mucho por lo que son y lo que fueron. Tengo ya nueve años sin verles, pero aunque muy poco escribo y jamás les he mandado una postal, ha sido porque siempre he pensado que merecen mucho más y, debido a mi carácter subterráneo, he querido reconocerles por lo que valen. Hasta ahora no he podido hacerlo, sin embargo, espero en Dios poder lograrlo, al menos en la mitad de lo que ellos hicieron por mí. Es de dominio popular (y esto es necesario decirlo) que la bondad, la fe y los valores, una vez recibidos, nunca podrán devolverse, nunca se podrá "pagar" un acto hecho en buena fe, con otro acto hecho en buena fe. En otras palabras, considero que somos deudores de una buena moral que hemos recibido de otras personas. Yo he tratado de devolver el favor, sin poder pagarlo, todas las veces que se me ha prestado la ocasión y ha estado dentro de mis posibilidades. Aunque no he podido agradecerlo como es debido a los agentes originales.

No diré sus nombres, pero los tales ya se saben aludidos.