Ante esos ojos impasibles, aburridos estanques
eran.
¿Por qué entonces llueve de nuevo esa lluvia de
enervo, y roble…
esa magia purpurina que no existe?
Cuando yo volvía, reparaba en que la falta era
ver una esfera de agua
en la planicie fría, y esa definida cualidad de
la levedad de la fresa.
Mordamos pues esa rosa, dijimos.
Y no había levantado mi mano, cuando helada la
devolvía;
más fría que insoportables inviernos.
Tanto era su apego, que después del
ferrocarril, se detuvo con las primeras luces.
La adoquinada fuerza de sus abrazos se escapó
en la lluvia.
Lentamente bajó la cabeza.
Regresemos los pinceles a la estrella, dijimos;
Enseguida se retorció, como elefantes niños en
las africanas estepas.
No me había olvidado de su duda cuando por fin
aclaró:
Medio a medio descubrióse: “no me digas todas
esas cosas”.
Silenciosa terminó riendo, loca, hecha de
tierra como los vasos de Egipto.
Porque no quería que todavía se fuera.
Mordamos rápido, dijimos, y que luego nos gane la
helada.
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